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domingo, 26 de abril de 2015

Imperialismo Eloy Reveron

Debido al decreto presidencial relativo al 9 de marzo como día del anti imperialismo porque ese día cuando se hizo público el otro decreto emanado de la Casa Blanca, mediante al cual se establece una formalidad legal que consiste en declarar a la República Bolivariana de Venezuela, una amenaza para la Seguridad de aquel gobierno.

Para entender la motivación política de semejante actitud debemos remitirnos tan solo a lo que en realidad representa a nivel político que el Estado Venezolano lleve a la praxis, el proyecto político bolivariano, porque si fuese solamente el ideal, vale decir que el asunto se quedara en pensamientos y palabras, podemos decir hasta groserías. Pero en la Realidad Histórica, la praxis bolivariana tiene un significado que va más allá de lo que se puede apreciar en la superficie.      

En seguida surge la necesidad de apoyar la iniciativa de seleccionar  algún texto que sirva de lectura previa  que permita a los estudiantes, la posibilidad de reflexionar sobre el tema. 

Eudaimonia: integración armónica
del 
ethos con el daemon
Opuesto a la praxis bolivariana. El Gobierno estadounidense percibe como amenaza lo bolivariano; específicamente el ejercicio de la unión, la integración de los Estados de Sur América, en virtud de garantizar nuestra independencia y asegurar el disfrute de nuestros recursos naturales para alcanzar aquella virtud que los griegos llamaron eudaimonía, traducida como vida plena al establecer que ella es resultado de la integración armónica del ethos con el daemon,  virtud que los liberales del siglo XIX tradujeron como mayor suma de felicidad posible, con lo cual perdió lo esencial de su carga semántica original. El significado de la doctrina imperial, está dentro de los parámetros de que solo quien cuente con la fuerza militar y económica para imponerse por la fuerza, tiene derecho a esos beneficios.

El concepto de imperio y las actitudes imperiales datan de la antigüedad. Imperialismo como doctrina de lo imperial, hablando en términos coloquiales responde a la disciplina o doctrina en este caso. El paracaidismo, por ejemplo corresponde al siglo XX, aunque allá en Florencia durante el siglo XV Leonardo hubiera diseñado un paracaídas.

Fue necesario aclarar con esta analogía para que entiendan que fue en abril de 1916 cuando comenzó a entrar en vigencia el término imperialismo como categoría de la filosofía política. Cuando fue acuñado como término, también es una categoría de la politología y de la historia.

Hannah Arendt
(1906 1975)
El término imperialismo fue identificado como categoría por Vladimirl Ilych  Lenin (1870 1924) después de consultar a uno de los pocos materiales a los que pudo acceder en Zuruch, un libro de John A Hobson (1858 1940) economista Inglés reconocido como científico social y crítico del imperialismo en su obra Estudio del Imperialismo, publicado en 1902, se opuso a la Guerra y fue un severo crítico a la Sociedad de Naciones, también se inscribió en el partido Laboral inglés y escribió sobre el sistema industrial en 1909.  También influyó sobre León Trotsky ( 1879 1940) y en la discípula favorita de Martin Haidegger (1889 1976), la filósofa política alemana Hannah Arendt (1906 1975). De manera que si se trata de instruir a las chicas y a los chicos, tienen algunos autores por donde comenzar a leer sobre el asunto.

I.- Como primera lectura presentamos:

Prólogo a Imperialismo, Fase superior del Capitalismo, (Lectura popular) de Lenin.

    Este libro, como ha quedado dicho en el prólogo de la edición rusa, fue escrito en 1916, teniendo en cuenta la censura zarista. Actualmente, no tengo la posibilidad de rehacer todo el texto; por otra parte, sería inútil, ya que el fin principal del libro, hoy como ayer, consiste en ofrecer, con ayuda de los datos generales irrefutables de la estadística burguesa y de las declaraciones de los sabios burgueses de todos los países, un cuadro de conjunto de la economía mundial capitalista en sus relaciones internacionales, a comienzos del siglo XX, en vísperas de la primera guerra mundial imperialista.
    Hasta cierto grado será incluso útil a muchos comunistas de los países capitalistas avanzados persuadirse por el ejemplo de este libro, legal, desde et punto de vista de la censura zarista, de que es posible -- y necesario -- aprovechar hasta esos pequeños resquicios de legalidad que todavía les quedan a éstos, por ejemplo, en la América actual o en Francia,
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después de los recientes encarcelamientos de casi todos los comunistas, para demostrar todo el embuste de las concepciones y de las esperanzas socialpacifistas en cuanto a la "democracia mundial".
    Intentaré dar en este prólogo los complementos más indispensables a este libro censurado.
Vladimir Ilych  Lenin
(1870 1924)
    En esta obra hemos probado que la guerra de 1914-1918 ha sido, de ambos lados beligerantes, una guerra imperialista (esto es, una guerra de conquista, de bandidaje y de robo), una guerra por el reparto del mundo, por la partición y el nuevo reparto de las colonias, de las "esferas de influencia" del capital financiero, etc.
    Pues la prueba del verdadero carácter social o, mejor dicho, del verdadero carácter de clase de una guerra no se encontrará, claro está, en la historia diplomática de la misma, sino en el análisis de la situación objetiva de las clases dirigentes en todas las potencias beligerantes. Para reflejar esa situación objetiva, no hay que tomar ejemplos y datos aislados (dada la infinita complejidad de los fenómenos de la vida social, se puede siempre encontrar un número cualquiera de ejemplos o datos aislados, susceptibles de confirmar cualquier tesis), sino indefectiblemente el conjunto de los datos sobre los fundamentos de la vida económica de todas las potencias beligerantes y del mundo entero.
    Me he apoyado precisamente en estos datos generales irrefutables al describir el reparto del mundo en 1876 y en 1914 (§ VI) y el reparto de los ferrocarriles en todo el globo en 1890 y en 1913 (§ VII). Los ferrocarriles constituyen el
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balance de las principales ramas de la industria capitalista, de la industria del carbón y del hierro; el balance y el índice más notable del desarrollo del comercio mundial y de la civilización democráticoburguesa. En los capítulos precedentes de este libro, exponemos la conexión entre los ferrocarriles y la gran producción, los monopolios, los sindicatos patronales, los cartels, los trusts, los bancos y la oligarquía financiera. La distribución de la red ferroviaria, la desigualdad de esa distribución y de su desarrollo, constituyen el balance del capitalismo moderno, monopolista, en la escala mundial. Y este balance demuestra la absoluta inevitabilidad de las guerras imperialistas sobre esta base económica, en tanto que subsista la propiedad privada de los medios de producción.
    La construcción de ferrocarriles es en apariencia una empresa simple, natural, democrática, cultural, civilizadora: se presenta como tal ante los ojos de los profesores burgueses, pagados para embellecer la esclavitud capitalista, y ante los ojos de los filisteos pequeñoburgueses. En realidad, los múltiples lazos capitalistas, por medio de los cuales esas empresas se hallan ligadas a la propiedad privada sobre los medios de producción en general, han transformado esa construcción en un medio para oprimir a mil millones de seres (en las colonias y en las semicolonias), es decir, a más de la mitad de la población de la tierra en los países dependientes y a los esclavos asalariados del capital en los países "civilizados".
    La propiedad privada fundada en el trabajo del pequeño patrono, la libre concurrencia, la democracia, todas esas consignas por medio de las cuales los capitalistas y su prensa engañan a los obreros y a los campesinos, pertenecen a un pasado lejano. El capitalismo se ha transformado en un
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sistema universal de opresión colonial y de estrangulación financiera de la inmensa mayoría de la población del planeta por un puñado de países "avanzados". Este "botín" se reparte entre dos o tres potencias rapaces de poderío mundial, armadas hasta los dientes (Estados Unidos, Inglaterra, Japón), que, por el reparto de su botín, arrastran a su guerra a todo el mundo.

III
    La paz de Brest-Litovsk, dictada por la monárquica Alemania, y la paz aún más brutal e infame de Versalles, impuesta por las repúblicas "democráticas" de América y de Francia y por la "libre" Inglaterra, han prestado un servicio extremadamente útil a la humanidad, al desenmascarar al mismo tiempo a los coolíes de la pluma a sueldo del imperialismo y a los pequeños burgueses reaccionarios -- aunque se llamen pacifistas y socialistas --, que celebraban el "wilsonismo" y trataban de hacer ver que la paz y las reformas son posibles bajo el imperialismo.
    Decenas de millones de cadáveres y de mutilados, víctimas de la guerra -- esa guerra que se hizo para resolver la cuestión de si el grupo inglés o alemán de bandoleros financieros recibiría una mayor parte del botín --, y encima, estos dos "tratados de paz" hacen abrir, con una rapidez desconocida hasta ahora, los ojos de millones y decenas de millones de hombres atemorizados, aplastados, embaucados y engañados por la burguesía. Sobre la ruina mundial creada por la guerra, se agranda así la crisis revolucionaria mundial, que, por largas y duras que sean las peripecias que atraviese, no podrá terminar sino con la revolución proletaria y su victoria.
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    El Manifiesto de Basilea de la II Internacional, que, en 1912, caracterizó precisamente la guerra que estalló en 1914 y no la guerra en general (hay diferentes clases de guerra; hay también guerras revolucionarias), ha quedado como un monumento que denuncia toda la vergonzosa bancarrota, toda la traición de los héroes de la II Internacional.
    Por eso, uno el texto de ese Manifiesto como apéndice a esta edición, advirtiendo una y otra vez a los lectores que los héroes de la II Internacional rehuyen con empeño todos los pasajes del Manifiesto que hablan precisa, clara y directamente de la relación entre esta guerra que se avecinaba y la revolución proletaria, con el mismo empeño con que un ladrón evita el lugar donde cometió el robo.
IV
    Hemos prestado en este libro una atención especial a la crítica del "kautskismo", esa corriente ideológica internacional representada en todos los países del mundo por los "teóricos más eminentes", por los jefes de la II Internacional (Otto Bauer y Cía. en Austria, Ramsay MacDonald y otros en Inglaterra, Albert Thomas en Francia, etc., etc.) y por un número infinito de socialistas, de reformistas, de pacifistas, de demócratas burgueses y de clérigos.
    Esa corriente ideológica, de una parte, es el producto de la descomposición, de la putrefacción de la II Internacional y, de otra parte, es el fruto inevitable de la ideología de los pequeños burgueses, a quienes todo el ambiente los hace prisioneros de los prejuicios burgueses y democráticos.
    En Kautsky y las gentes de su calaña, tales concepciones significan precisamente la abjuración completa de los funda-
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mentos revolucionarios del marxismo, defendidos por Kautsky durante decenas de años, sobre todo, dicho sea de paso, en la lucha contra el oportunismo socialista (de Bernstein, Millerand, Hyndman, Gompers, etc.). Por eso, no es un hecho casual que los "kautskistas" de todo el mundo se hayan unido hoy, práctica y políticamente, a los oportunistas más extremos (a través de la II Internacional o Internacional amarilla) y a los gobiernos burgueses (a través de los gobiernos de coalición burgueses con participación socialista).
    El movimiento proletario revolucionario en general, que crece en todo el mundo, y el movimiento comunista en particular, no puede dejar de analizar y desenmascarar los errores teóricos del "kautskismo". Esto es tanto más necesario cuanto que el pacifismo, y el "democratismo" en general -- que no sienten pretensiones de marxismo, pero que, enteramente al igual que Kautsky y Cía., disimulan la profundidad de las contradicciones del imperialismo y la ineluctabilidad de la crisis revolucionaria engendrada por éste -- son corrientes que se hallan todavía extraordinariamente extendidas por todo el mundo. La lucha contra tales tendencias es el deber del partido del proletariado, que debe arrancar a la burguesía los pequeños propietarios que ella engaña y los millones de trabajadores cuyas condiciones de vida son más o menos pequeñoburguesas.
    Es menester decir unas palabras a propósito del capítulo VIII: "El parasitismo y la descomposición del capitalismo". Como lo hacemos ya constar en este libro, Hilferding, antiguo "marxista", actualmente compañero de armas de Kautsky y
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uno de los principales representantes de la política burguesa, reformista, en el seno del "Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania"[4], ha dado en esta cuestión un paso atrás con respecto al inglés Hobson, pacifista y reformista declarado. La escisión internacional de todo el movimiento obrero aparece ahora de una manera plena (II y III Internacional). La lucha armada y la guerra civil entre las dos tendencias es también un hecho evidente: en Rusia, apoyo de Kolchak y de Denikin por los mencheviques y los "socialistas-revolucionarios" contra los bolcheviques; en Alemania, Scheidemann, Noske y Cía. con la burguesía contra los espartaquistas[5]; y lo mismo en Finlandia, en Polonia, en Hungria, etc. ¿Dónde está la base económica de este fenómeno histórico-mundial?
    Se encuentra precisamente en el parasitismo y en la descomposición del capitalismo, inherentes a su fase histórica superior, es decir, al imperialismo. Como lo demostramos en este libro, el capitalismo ha destacado ahora un puñado (menos de una décima parte de la población de la tierra, menos de un quinto, calculando "por todo lo alto") de Estados particularmente ricos y poderosos, que saquean a todo el mundo con el simple "recorte del cupón". La exportación de capital da ingresos que se elevan a ocho o diez mil millones de francos anuales, de acuerdo con los precios de antes de la guerra y según las estadísticas burguesas de entonces. Naturalmente, ahora eso representa mucho más.
    Es evidente que una supetganancia tan gigantesca (ya que los capitalistas se apropian de ella, además de la que exprimen a los obreros de su "propio" país) permite corromper a los dirigentes obreros y a la capa superior de la aristocracia obrera. Los capitalistas de los países "avanzados" los
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corrompen, y lo hacen de mil maneras, directas e indirectas, abiertas y ocultas.
    Esta capa de obreros aburguesados o de "aristocracia obrera", completamente pequeños burgueses en cuanto a su manera de vivir, por la cuantía de sus emolumentos y por toda su mentalidad, es el apoyo principal de la Segunda Internacional, y, hoy día, el principal apoyo social (no militar) de la burguesía. Pues éstos son los verdaderos agentes de la burguesía en el seno del movimiento obrero, los lugartenientes obreros de la clase capitalista (labour lieutenants of the capitalist class), los verdaderos portadores del reformismo y del chovinismo. En la guerra civil entre el proletariado y la burguesía se ponen inevitablemente, en número no despreciable, al lado de la burguesía, al lado de los "versalleses" contra los "comuneros".
    Sin haber comprendido las raíces económicas de ese fenómeno, sin haber alcanzado a ver su importancia política y social, es imposible dar el menor paso hacia la solución de las tareas prácticas del movimiento comunista y de la revolución social que se avecina.
    El imperialismo es el preludio de la revolución social del proletariado. Esto ha sido confirmado, en una escala mundial, desde 1917.
N. LENIN  

II.- El segundo texto lo tomamos de la última edición de Los Orígenes del Imperialismo, en esta edición vienen los tres títulos que originalmente se habían identificado, con el anti semitismo,  imperialismo y totalitarismo, bajo el título de Orígenes del Totalitarismo, realizada por la Editorial Taurus, en esta tercera edición de 2001, cuyos manuscritos provienen de 1949 y fueron publicados entre 1951 a 1973 en significativo número de ediciones en diferentes idiomas. En español la tenemos desde 1973.



PROLOGO A LA SEGUNDA PARTE:
IMPERIALISMO

Rara vez pueden ser fechados con tanta precisión los comienzos de un período histórico y raramente fueron tan buenas las posibilidades de los observadores contemporáneos para ser testigos
de su preciso final como en el caso de la era imperialista. Porque el imperialismo, que surgió del colonialismo y tuvo su origen en la incongruencia del sistema Nación-Estado con el desarrollo económico e industrial del último tercio del siglo XIX, comenzó su política de la expansión por la expansión no antes de 1884, y esta nueva versión de la política de poder era tan diferente de las conquistas nacionales en las guerras fronterizas como del estilo romano de construcción imperial. Su fin pareció inevitable tras «la liquidación del Imperio de Su Majestad» que Churchill se había negado a «presidir» y se tornó un hecho consumado con la declaración de la independencia india. El hecho de que los británicos liquidaran voluntariamente su dominación colonial sigue siendo uno de los acontecimientos más trascendentales de la historia del siglo XX. De esa liquidación resultó la imposibilidad de que ninguna nación europea pudiera seguir reteniendo sus posesiones ultramarinas.

La única excepción es Portugal, y su extraña capacidad para continuar una lucha a la que han tenido que renunciar todas las demás potencias coloniales europeas puede ser más debida a su atraso nacional que a la dictadura de Salazar; porque no fue sólo la mera debilidad o el cansancio debido a dos asesinas guerras en una sola generación, sino también los escrúpulos morales y las aprensiones políticas de las Naciones-Estados completamente desarrolladas, los que se pronunciaron contra medidas extremas, la introducción de «matanzas administrativas» (A. Carthill) que podían haber destrozado la rebelión no violenta en la India y contra una continuación del «gobierno de las razas sometidas» (lord Cromer) por obra del muy temido efecto de boomerang en las madres patrias. Cuando finalmente Francia, gracias a la entonces todavía intacta autoridad de De Gaulle, se atrevió a renunciar a Argelia, a la que siempre había considerado tan parte de Francia como el département de la Seine, pareció haberse llegado a un punto sin retorno.
Cualesquiera que pudieran haber sido los términos de esta esperanza si la guerra caliente contra la Alemania nazi no hubiese sido seguida por la guerra fría entre la Rusia soviética y los Estados
Unidos, se siente retrospectivamente la tentación de considerar las dos últimas décadas como el período durante el cual los dos países más poderosos de la Tierra pugnaron por lograr una posición en una lucha competitiva por el predominio en aquellas mismas regiones aproximadamente que habían dominado antes las naciones europeas. De la misma manera, se siente la tentación de considerar a la nueva y difícil distensión entre Rusia y América como el resultado de la aparición de una tercera potencia mundial, China, más que como la sana y natural consecuencia de la destotalitarización de Rusia tras la muerte de Stalin. Y si evoluciones posteriores confirmaran estas incipientes interpretaciones, significaría en términos históricos que hemos vuelto, en una escala enormemente ampliada, al punto en el que comenzamos, es decir, a la era imperialista y a la carrera de colisiones que condujo a la primera guerra mundial.
Se ha dicho a menudo que los británicos adquirieron su imperio en un momento de distracción, como consecuencia de tendencias automáticas, aceptando lo que parecía posible y resultaba tentador, más que como resultado de una política deliberada. Si esto es cierto, entonces el camino al infierno puede no estar empedrado de intenciones como las buenas a que alude el proverbio. Y los hechos objetivos que invitan a retornar a las políticas imperialistas son, desde luego, tan fuertes hoy, que uno se inclina a creer mínimamente en la verdad a medias de la declaración, en las vacuas seguridades de buenas intenciones por parte de ambos bandos, de un lado, los «compromisos» americanos con un inviable statu quo de corrupción e incompetencia y, de otro, la jerga seudorrevolucionaria rusa acerca de las guerras de liberación nacional. El proceso de construcción nacional en zonas atrasadas, donde a la ausencia de todos los prerrequisitos para la independencia nacional corresponde un chauvinismo creciente y estéril, ha determinado unos enormes vacíos de poder en los que la competición entre las superpotencias resulta tanto más fiera cuanto que parece definitivamente desechado con el desarrollo de las armas nucleares el enfrentamiento directo de sus medios de violencia como último «recurso» para resolver todos los conflictos. No sólo atrae inmediatamente el potencial o la intervención de las superpotencias cada conflicto entre los pequeños países subdesarrollados, sea una guerra civil en Vietnam o un conflicto nacional en Oriente Medio, sino que sus verdaderos conflictos, o al menos el cronometraje de sus estallidos, parecen haber sido manipulados o directamente causados por intereses y maniobras que nada tienen que ver con los conflictos e intereses en juego en la misma región. Nada era tan característico de la política de poder en la era imperialista como este paso de objetivos de interés nacional localizados, limitados y por eso predecibles, a la ilimitada prosecución del poder por el poder que podía extenderse por todo el globo y devastarlo sin un seguro objetivo nacional y territorialmente prescrito y por eso sin dirección previsible. Esta reincidencia se ha tornado también evidente en el nivel ideológico, con la famosa teoría de las fichas de dominó según la cual la política exterior americana se siente obligada a llevar la guerra a un país por la integridad de otros que ni siquiera son vecinos de ése y que es claramente una nueva versión del antiguo «Gran Juego» cuyas reglas permitían e incluso dictaban la consideración de naciones enteras como piedras que emergen de un río, o como peones, en la terminología de hoy, para obtener las riquezas y el dominio de un tercer país que a su vez se tornaba simple escalón en el inacabable proceso de la expansión y de la acumulación del poder. Fue de esta reacción en cadena, inherente a la política imperialista de poder y representada a nivel humano por la figura del agente secreto, de la que dijo Kipling (en Kim): «Cuando todos están muertos, el Gran Juego está terminado. No antes»; y la única razón por la que su profecía no llegó a cumplirse fue la limitación constitucional de la Nación-Estado, mientras que hoy nuestra única esperanza de que no llegue a cumplirse en el futuro está basada en las limitaciones constitucionales de la República americana y en las limitaciones tecnológicas de la era nuclear.
Esto no significa negar que la inesperada resurrección de la política y los medios imperialistas tiene lugar en condiciones y circunstancias ampliamente modificadas. La iniciativa de la expansión ultramarina se ha desplazado hacia Occidente, desde Inglaterra y la Europa occidental hasta América, y la iniciativa de la expansión continental en cerrada continuidad geográfica ya no procede de la Europa central y oriental, sino que está exclusivamente localizada en Rusia. Las políticas imperialistas, más que cualquier otro factor, han sido las que han determinado la
decadencia de Europa, y parecen haberse cumplido ya las profecías de los políticos e historiadores que afirmaron que los dos gigantes que flanqueaban a las naciones europeas por el Este y por el Oeste acabarían por surgir como herederos de su poder. Nadie justifica la expansión ya mediante la «misión del hombre blanco», por una parte, y una «ensanchada conciencia tribal» a unir pueblos de similar origen étnico, por otra; en vez de eso, oímos hablar de «compromisos» con Estados clientes, de las responsabilidades del poder y de la solidaridad con los movimientos revolucionarios de liberación nacional. La misma palabra «expansión» ha desaparecido de nuestro vocabulario político, que ahora emplea los términos «extensión» o, críticamente, «sobreextensión» para referirse a algo muy similar. Y lo que resulta políticamente más importante, las inversiones privadas en tierras alejadas, originalmente el primer motor de las evoluciones imperialistas, son hoy superadas por la ayuda exterior, económica y militar, facilitada directamente por los Gobiernos. (Sólo en 1966 el Gobierno americano gastó 4.600 millones de dólares en ayudas y créditos al exterior, más 1.300 millones anuales en ayuda militar durante la década 1956-65, mientras que la salida de capital privado en 1965 totalizó 3.690 millones de dólares y, en 1966, 3.910 millones)1. Esto significa que la era del llamado imperialismo del dólar, la versión específicamente americana del imperialismo anterior a la segunda guerra mundial, que fue políticamente la menos peligrosa, está definitivamente superada. Las inversiones privadas —«las actividades de un millar de compañías norteamericanas operando en un centenar de países extranjeros» y «concentradas en los sectores más modernos, más estratégicos y más rápidamente crecientes»—crean muchos problemas políticos aunque no se hallen protegidas por el poder de la nación2, pero la ayuda exterior, aunque sea otorgada por razones puramente humanitarias, es política por naturaleza precisamente porque no está motivada por la
búsqueda de un beneficio. Se han gastado miles de millones de dólares en eriales políticos y económicos en donde la corrupción y la incompetencia los han hecho desaparecer antes de que se hubiera podido iniciar nada productivo, y este dinero ya no es el capital «superfluo» que no podía ser invertido productiva y beneficiosamente en la patria, sino el fantástico resultado de la pura
abundancia que los países ricos, «los que tienen» en comparación con «los que no tienen», pueden permitirse perder. En otras palabras, el motivo del beneficio, cuya importancia en la política imperialista del pasado llegó a ser sobreestimada frecuentemente, ha desaparecido ahora por completo; sólo los países muy ricos y muy poderosos pueden permitirse soportar las grandes pérdidas que supone el imperialismo.
Probablemente, es aún demasiado pronto (y queda más allá del alcance de mis consideraciones) para analizar y examinar con algún grado de confianza estas recientes tendencias. Lo que parece incomódamente claro incluso ahora es la fuerza de ciertos procesos aparentemente incontrolables que tienden a frustrar todas las esperanzas de desarrollo constitucional en las nuevas naciones y a minar las instituciones republicanas en las antiguas. Los ejemplos son excesivos para permitir siquiera una sumaria enumeración, pero la aparición de un «gobierno invisible» de los servicios secretos cuyo alcance en la política interior, en los sectores cultural, docente y económico de nuestra vida, sólo recientemente se ha revelado, es un signo demasiado ominoso para dejarlo pasar en silencio. No hay razón para dudar de la afirmación de míster Allen W. Dulles según la cual los servicios de inteligencia han disfrutado en este país desde 1947 de «una posición más influyente en nuestro Gobierno de la que disfrutan los servicios de inteligencia en cualquier otro Gobierno del mundo»3; ni hay razón para creer que esa influencia haya disminuido desde que formuló su declaración en 1958. Se ha señalado a menudo el peligro mortal que el «Gobierno invisible» supone para las instituciones del «Gobierno visible»; lo que resulta quizá menos conocido es la íntima conexión tradicional entre la política imperialista y la dominación por el «Gobierno invisible» y los agentes secretos. Es un error creer que la creación de una red de servicios secretos en este país tras la segunda guerra mundial fue una respuesta a la amenaza directa que para su supervivencia nacional suponía la red de espionaje de la Rusia soviética; la guerra había impulsado a los Estados Unidos a la posición de la mayor potencia mundial, y fue esta potencia mundial, más que su existencia nacional, la desafiada por la potencia revolucionaria del comunismo dirigido desde Moscú 4.

Cualesquiera que sean las causas de la ascensión americana al poder mundial, la deliberada prosecución de una política exterior encaminada a ese poder o una aspiración al dominio global no figuran entre ellas. Y cabe decir lo mismo respecto de los pasos recientes y todavía de tanteo del país en dirección a una política de poder imperialista para la que su forma de gobierno está menos preparada que la de cualquier otro país. El enorme foso entre los países occidentales y el resto del mundo no sólo y no primariamente en riqueza, sino en educación, dominio técnico y competencia en general, ha atormentado las relaciones internacionales desde el comienzo incluso de una genuina política mundial. Y este vacío, lejos de disminuir en las últimas décadas bajo la presión de unos sistemas de comunicaciones en rápido desarrollo y la resultante reducción de las distancias  terrestres, ha aumentado constantemente y está cobrando ahora proporciones verdaderamente alarmantes. «Las tasas de crecimiento demográfico en los países menos desarrollados son ahora dobles de las de los países más avanzados»5, y cuando este factor bastaría para que fuera imperativo asistirles con excedentes alimenticios y con excedentes de conocimiento tecnológico y político, es ese mismo factor el que invalida toda ayuda. Obviamente, cuanto mayor sea la población, menor ayuda per capita recibirá, y la verdad de la cuestión es que después de dos décadas de programas de ayuda masiva, todos los países que para empezar no han sido capaces de ayudarse a sí mismos — como ha sido el Japón— son ahora más pobres y están más alejados que nunca de cualquier estabilidad económica o política. Por lo que se refiere a las posibilidades del imperialismo, esta situación las consolida temiblemente por la sencilla razón de que nunca han importado menos las puras cifras; la dominación blanca en Sudáfrica, donde la minoría tiránica es superada hoy en una proporción de diez a uno, no ha estado probablemente nunca más segura que hoy. Es esta situación objetiva la que convierte a toda la ayuda exterior en instrumento de dominación extranjera y coloca a todos los países que precisan de esta ayuda por sus decrecientes probabilidades de supervivencia física ante la alternativa de aceptar alguna forma de «gobierno de razas sometidas» o hundirse rápidamente en una anárquica ruina.

Este libro se refiere solamente al imperialismo colonial estrictamente europeo, cuyo final sobrevino con la liquidación de la dominación británica en la India. Narra la historia de la desintegración de la Nación-Estado que demostró contener casi todos los elementos necesarios para la subsiguiente aparición de los movimientos y Gobiernos totalitarios. Antes de la era imperialista no existía nada que fuera una política mundial, y sin ella carecía de sentido la reivindicación totalitaria de dominación global. Durante este período el sistema de la Nación-Estado se mostró incapaz tanto de concebir nuevas normas para manejar los asuntos exteriores que se habían convertido en asuntos globales como de hacer observar una Pax Romana en el resto del mundo. Su
pobreza y su miopía políticas concluyeron en el desastre del totalitarismo, cuyos horrores sin precedentes han oscurecido los ominosos acontecimientos y la mentalidad aún más ominosa del período anterior. La investigación erudita se ha concentrado casi exclusivamente en la Alemania de Hitler y en la Rusia de Stalin a expensas de sus menos dañinos predecesores. El dominio imperialista, excepto cuando se trata de utilizar esa denominación, parece casi olvidado, y la razón principal de que ese hecho resulte deplorable es que en los años recientes su importancia en los acontecimientos contemporáneos se ha tornado más que evidente. De esta manera la controversia sobre la guerra no declarada por los Estados Unidos en Vietnam se ha formulado desde ambos bandos en términos de analogías con Munich o con otros ejemplos extraídos de los años 30, cuando la dominación totalitaria era el único peligro claro presente y omnipresente; pero las amenazas de la política de hoy en hechos y palabras tienen un más portentoso parecido con los hechos y las justificaciones verbales que precedieron al estallido de la primera guerra mundial, cuando una chispa en una región periférica de interés secundario para todos los interesados podía iniciar una conflagración mundial.
Subrayar la desgraciada importancia que este medio olvidado período tiene para los acontecimientos contemporáneos no significa, desde luego, ni que la suerte esté echada y estemos entrando en un nuevo período de políticas imperialistas, ni que en todas las circunstancias deba acabar el imperialismo en los desastres del totalitarismo. Por mucho que seamos capaces de saber
del pasado, ello no nos permitirá conocer el futuro.

HANNAH ARENDT

Julio de 1967.

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