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martes, 8 de septiembre de 2020

Gilberto Eloy Merchán Correa Eloy Reverón

Gilberto Merchán

Gilbert ‘0 Merchan le decía cuando lo llamaba para sonsacarlo a una tertulia con sus amigotes. Era como una palabra de pase para iniciar una tenida profana en cualquier boliche, como decían en el Santiago de su divino tesoro. Llegué a silbar bajo su ventana como un escolar cimarrón con exceso de niñez acumulada. Ahora me toca gritar muy alto con el pensamiento para conversar con sus palabras que se enredan entre las nubes de un cielo encapotado a punto de llorar.

 

¿Cómo podemos catalogar de pérdida el fin de una vida que fue toda ganancia? El contable sabe a qué me refiero. La sabiduría es un don que se cultiva con la virtud de una inteligencia aguda y excepcional perfectamente balanceada con la ética y la bondad que pocos como él sabía administrar. 

 

 

     (La foto fue hecha con motivo a una reseña que escribí en 2009 sobre su libro La Invención de la realidad catedramirandiana.blogspot.com Gilberto Merchán y la Invención de lo Real por Eloy Reverón

 

 

Lloro la despedida física de una presencia que para mí fue tan breve y tan intensa que me hace celebrar su presencia espiritual que ha sido tan inmensa y eterna aunque se queda dispersa entre nosotros, porque su obra reencarna el legado de un pensamiento inquieto que a cada instante se alimentaba y se nutría constantemente. Engullía la información y la transmutaba en algo más que en un simple y delimitado conocimiento académico. Procedía como los sabios alquimistas de Macedonia, transmutaba la información para convertirla en elementos nutritivos sazonados para un nuevo pensamiento que generosamente transmitía de manera tan sencilla que la gente común no alcazaba a darse cuenta de que estaba hablando de filosofía. Era la voz de un poeta en el sentido estricto de lo que significa ser poeta. Él solía mentar las cosas como si las estuviera señalando con el dedo, como a una carta escondida sobre la chimenea de sus relatos recreados desde Jorge Luis Borges o de Edgar Alam Poe.

Gilberto siempre ofrecía de manera diferente la última reflexión sobre sus temas favoritos. Con una presentación serena en la práctica pero inquieta en el sentido de estar cargada de una dinámica que el papel y el lápiz siempre captaron apenas algunas de las partes de un proceso tan vital que solo La Muerte ha sido capaz de detener. Sus palabras quedaron dispersas como las partes de un ánfora griega que es preciso restaurar, unir todas sus partes, soldarlas con oro como hacen los japoneses.

Su obra fue más oral que escrita. Ha quedado dispersa como las piezas del ánfora referida. Se encuentra regada en todos los jardines de la vida que se encuentran en todas las direcciones y, es esa la labor que queda por delante no solo para quienes lo llevan en su sangre o en su alma, sino para quienes también lo amamos por haber gozado el privilegio de su amistad, y para toda una sociedad recipiendaria de un beneficio invisible e invalorable que se deriva de haber sido portador de una tradición en proceso de extinción. 


Gilberto solía transmitir en amena tertulia las vivencias de una Caracas y de un mundo que ya no existe. Reavivaba los colores de una bandera desteñida por la incomprensión y daba cuenta de ocho estrellas infantes que tienen años luz de vida por delante. Era como un Sócrates o un Platón desplazado sobre zapatos deportivos y con las canas alborotadas como Alberto cuando discutíamos sobre la relatividad del espacio y el tiempo histórico y sobre el luto que le habían negado a la modernidad cuyo cadáver insepulto insisten todavía en negarse a cremar.

Mi encuentro definitivo con Gilberto Merchán fue después de haber sido presentados por un amigo de su infancia y compañero mío de cubículo como investigadores de la Biblioteca Nacional, el poeta, escritor e historiador, Gerónimo Pérez Rascanieri con quien mantenía frecuentes conversas en los cafés de los alrededores de la esquina de San Jacinto y la avenida Universidad. Digo que mi encuentro con Gilberto fue definitivo porque paulatinamente cultivamos una amistad fraternal, compartíamos una tradición caraqueña que alimentábamos en cada remembranza y las inquietudes de un país con vocación de Libertad que siempre está encontrando su espacio en el mundo.

Digo definitivo porque habíamos acordado reunirnos para una conversación sobre La Otredad que habíamos intentado hilvanar desde nuestros primeros encuentros en torno a la visión de la historia desde una perspectiva filosófica que nos permitiera abordar la realidad, no solo más allá de la invención del dominador colonial que subyace todavía en el inconsciente colectivo del latino americano, e incluso más allá de la del mismo INDIO propuesta por Simón Rodríguez que había sido mi punto de partida confrontada en los símbolos dibujados desde la cosmovisión propuesta por José Manuel Briceño Guerrero. Para ello le mostré la matriz epistemológica que había desarrollado para visualizar la dialéctica de la dominación y la liberación donde vertía sintetizada toda una argumentación desde una perspectiva que incluyera a los excluidos para poder presumir de universal.

Desde el primer momento me impresionó gratamente con el tono amable y de retilencia conque se refería a asuntos históricos que pueden despertar pasiones, pero en la entonación de su voz llegaban desprovistos de las delimitaciones y limitaciones de un discurso académico universitario, distantes de la pedantería intelectual de cafetín pero cargados de un ritmo que solo puede ser impulsado desde una inteligencia poética provista de densas capas arqueológicas de lecturas traducidas a un discurso que me recordaba el efecto sonoro y la inteligencia poética del caraqueñísimo don Aquiles Nazoa.

Admiré desde el primer momento su facilidad para transportar a sus interlocutores desde los relatos precursores de la Divina Comedia más allá de la escatología musulmana de Las Mil y una Noche hasta la tradición del Cide Hamete Benengeli que inspirara al Manco de Lepanto. Nunca sabemos cuando las cosas sencillas que disfrutamos cotidianamente están siendo vividas por última vez. Por eso es tan importante estar despiertos cuando el tiempo pasa por la ventanita del tren de nuestras vidas para quedarse en nuestra memoria porque cada instante de vida siempre puede ser luminoso. Ahora entiendo porqué la tristeza y la ira se quedan jugando en el subibaja del parque infantil, como si no fuera con nosotros.

Un niño grande con su pelota de goma en la mano se queda jugando contra la pared. Ella es la única que en este momento puede responder porque el diálogo directo con el amigo fraterno se quedó en la estación que dejamos atrás. Fuimos testigos del principio del fin de esta historia sin final. Todo empezó poco después que nos tomara la lluvia por sorpresa saliendo del patio porque seguimos bajo la lluvia contentos porque íbamos cargados con proteínas para nuestras familias. Seguimos en el tren de la vida como si nada estuviera terminando en nuestro viaje. Como siempre hablamos de nuestro juego favorito, el diálogo filosófico que se había venido distanciando paulatinamente por culpa de la Pandemia. No fue como la última vez que nos habíamos embarcado cuando fuimos a buscar efectivo al banco y los demás creyeron que perdíamos el viaje porque el banco estaba cerrado. Esa penúltima vez, regresamos sin efectivo pero con los bolsillos repletos de metras juguitas que ocultaban la filosofía cotidiana de su verbo. Caminamos de regreso saludados por un sol benigno. Seguíamos en el tren de la vida como siempre.


Pero nunca se sabe cuando las cosas sencillas de la vida que disfrutamos están siendo vividas por última vez. Una parte de mi vida se bajó del vagón junto con él pero un pedazo de la suya se quedó sentada en el sillón de la ventana para acompañarme hasta que llegue a la mía. Tengo la esperanza de que cuando salgamos del último túnel, el vagón oscurecido resplandecerá cuando amanezca otra vez. Hasta siempre compañero del alma, tan temprano.